Por Orlando Pimentel
Este Domingo 27 de octubre en la Eucaristía del Trigésimo Domingo del Tiempo Ordinario en el Templo Patronal Nuestra Señora de Las Mercedes, fui sorprendido por una revelación inesperada, un regalo que llevaba oculto entre las palabras y la cercanía de los que me rodeaban.
Fue mi querida amiga Esmirna Gómez quien me extendió la invitación, y le estoy profundamente agradecido por este detalle. Además, me dio una sorpresa especial: verla subir al púlpito para hacer una de las lecturas me conmovió; sin saberlo, me regaló un momento de genuina alegría y de gratitud.
El padre Frankely Rodríguez nos guiaba en esta homilía, y cada palabra resonaba en el espacio sagrado con una fuerza que penetraba en el alma. A través de las lecturas, pude ver claramente la mano de Dios, como el profeta Jeremías nos lo recordaba en la primera lectura: un Dios que no olvida a su pueblo, incluso cuando parece que todo se ha perdido. Esa promesa de regreso, de reconstrucción, parecía hablarnos a cada uno de nosotros, quienes en algún momento hemos sentido la soledad y el exilio en nuestras propias vidas.
En la segunda lectura, la carta a los hebreos nos llevó a reflexionar sobre el llamado divino, un recordatorio de que, en este camino, cada uno de nosotros tiene un propósito, un llamado que va más allá de nuestras luchas diarias. Sentí una paz particular al escuchar estas palabras, como si en ellas hubiera una promesa de fortaleza para los días venideros.
Luego llegó el Evangelio, la historia de Bartimeo, el ciego mendigo que, a pesar de su dolor y su pobreza, encuentra en Jesús la oportunidad de redención. Escuchar la historia de aquel hombre que gritaba «¡Jesús, ten compasión de mí!» en medio de la multitud, pese a los intentos de otros de silenciarlo, me tocó profundamente. Fue en ese momento cuando el padre Rodríguez nos invitó a reflexionar en las palabras que Jesús le dirigió: «Ánimo, levántate». Esas palabras, sencillas y poderosas, parecían brotar desde el corazón mismo del Evangelio y encender una llama en el interior de cada uno de nosotros.
El padre, con su estilo inconfundible, nos habló de la importancia de levantarnos, de no dejarnos vencer por las dificultades de la vida: problemas económicos, enfermedades, separaciones, decepciones. Nos recordó que todos llevamos una cruz, pero también la esperanza de un nuevo amanecer. En medio de las sombras de la adversidad, esas palabras – «ánimo, levántate» – se quedaron grabadas en mi corazón.
Salí de la misa sintiéndome renovado, con una gratitud profunda por haber recibido ese mensaje en el momento justo. Gracias, Esmirna, por invitarme a compartir este momento tan especial. Hoy, he aprendido que, a pesar de todo, hay que tener el valor de levantarse y seguir adelante, pues siempre hay un propósito mayor esperándonos en el camino.